La lógica del saqueador  Mientras todo el país se mantenía pendiente de la fuga de los Lanatta y Schillacci y el remedo de la ministra de Seguridad de Pierre Nodoyuna ganaba minutos de aire, el Gobierno nacional y sus adherentes se encargaban de hacer lo que mejor saben: seguir avanzando en su estrategia de represión, caza de brujas y desmembramiento del Estado.
En efecto, el show armado durante quince días en torno a la fuga de presos sin un plan, sin logística, sin dinero y sin cómplices visibles reafirmó la incompetencia caricaturesca de un combinado de oportunistas que usaron la lucha contra el narcotráfico y la inseguridad como caballitos de batalla de campaña, pero que sólo a duras penas y a los tropezones (literalmente en el caso de Patricia Bullrich) pudo recapturar a tres hombres famélicos y deshidratados después de montar un operativo gigantesco en el que la sobreactuación hacía bordear el ridículo. Los responsables del operativo, por supuesto, no dejaron en todo momento de endilgar las culpas de rigor a la herencia de la gestión anterior, un clásico de la retórica macrista.
Pero detrás de los helicópteros y los tiros, otra persecución no tan espectacular y bastante más silenciada por los medios adictos se llevaba adelante a ritmo sostenido, dejando un tendal de víctimas con rostros desdibujados. Historias de la Argentina secreta Marcela López trabajaba en la Municipalidad de La Plata, en un programa de ayuda a personas de la calle. No pensó que en diciembre, la que quedaría en la calle iba a ser ella junto a 4600 trabajadores más. El 8 de enero, más de un centenar de estos trabajadores se congregaron frente al Municipio para reclamar por sus puestos laborales. La policía los reprimió con gases y balas de goma, y la espalda acribillada de una mujer se convirtió en una postal que recordaba los (no tan) lejanos noventa de la represión callejera. Según Julio Garro, el intendente del PRO, los manifestantes eran “punteros de la vieja política” con “...claras intencionalidades políticas” (la redundancia no fue un lapsus. Si hay algo que fastidia profundamente a las huestes macristas es el ejercicio de la política en todas sus formas, casualmente, por su incapacidad en un terreno que su mentalidad gerencial desconoce).
Por otra parte, en el Senado de la Nación Gabriela Michetti cesanteó a más de 2000 trabajadores, discapacitados incluidos. “A la persona que está más de un año en planta permanente no la podés sacar más del Estado, salvo por causas extraordinarias. Entonces, yo tenía que apurarme y no pude mirar uno por uno”, argumentó con sentido común de Viejo Vizcacha la vicepresidenta para justificar su decisión. “No va a haber más ñoquis en Argentina”, prometió Hernán Lombardi antes de dejar en calle a 600 trabajadores más del Centro Cultural Kirchner.
En resumen, Marcela López es apenas un número más de una larga lista de más de 15.000 personas cesanteadas en la Nación, provincias y municipios desde el 10 de diciembre. Una sola justificación atraviesa los despidos: los eyectados del Estado son todos ñoquis. El Estado amasado Décadas de neoliberalismo instalaron en el ideario colectivo la idea de que el Estado es intrínsecamente malo, un reservorio de amigos y entenados partidarios sostenidos con fondos públicos. En esa valoración, los trabajadores estatales son haraganes, burócratas, ineficientes, quejosos y caros. Esta mirada tuvo su apogeo durante los nefastos años del menemato y fue la excusa perfecta para rematar el patrimonio nacional y liquidar nuestra soberanía en materia de transporte, energía, industria y comunicaciones, pero también de salud, educación, seguridad social y alimentación. Este obsceno desguace se sostuvo discursivamente con eufemismos como recorte del Estado, ajuste, optimización de recursos, modernización, y un largo etcétera que decoraba las intervenciones verbales de los funcionarios del momento.
En medio de la tormenta privatizadora de la máquina de despidos, los trabajadores del Estado resistían como podían, siempre con el temor del despido o la reducción salarial. Trabajador estatal igual a ñoqui era la asociación directa, festejada y sostenida por los apóstoles del neoliberalismo, y así construyeron una lógica para tornar necesarios y hasta justos los despidos, presentados apenas como efectos colaterales de una política tendiente a una mejora sustancial a largo plazo y como un ahorro de recursos.
Esa lógica hace necesaria la deshumanización del despedido para funcionar, su reducción a un número, para no generar la empatía del semejante, que ve más fácil su estigmatización en nichos cerrados: ñoquis, punteros, acomodados, chorros. Esa lógica, también, necesita de la represión como herramienta ya no de disciplina sino de control, al criminalizar desde una perspectiva simplista la resistencia ante la ilegitimidad y condenarla sumariamente en la calle.
Los hechos recientes demuestran que esa lógica llegó para quedarse, al menos, todo el gobierno de Macri. Lo que resta por ver es si el pueblo sabrá generar los anticuerpos argumentales y fácticos para contrarrestarla.Martes, 12 de enero de 2016
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